18.11.11

Antes Mariano, ahora Cristian


Por Carlos Girotti (*)

La denuncia del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE – Vía Campesina) no puede ni debe ser una denuncia más. Y no sólo porque el crimen que denuncia jamás tendría que caer en la impunidad, sino porque este crimen viene a sumarse a la inquietante serie de hechos que preceden al momento en que Cristina Fernández de Kirchner asuma su segundo mandato presidencial.
Una patota de sicarios irrumpió en la modesta vivienda que la familia Ferreyra posee en la Comunidad San Antonio, a 60 kilómetros de la localidad de Monte Quemado, y asesinó al joven Cristian, dejó muy mal herido de bala a otro joven que lo acompañaba, mientras que un tercero fue brutalmente golpeado. El asesinato se perpetró a sangre fría, con certeros disparos de escopeta, y luego los criminales partieron como si nada. El MOCASE – Vía Campesina identificó a los agresores como Javier y Arturo Juárez, dos individuos al servicio del empresario José Ciccioli, oriundo de Santa Fe, quien compró un campo de 2000 hectáreas en el que, vaya la casualidad, viven 600 campesinos desde hace muchos años. La organización viene denunciando la existencia de una política de amedrentamiento que como antecedentes reconoce la detención arbitraria de Ricardo Cuellar, el atentado a la FM Pajsachama, la quema de ranchos y pertenencias de campesinos. Todo esto al compás del tendido de alambrados y cierre de los caminos vecinales que les impiden a los pobladores del lugar el libre tránsito por las tierras que habitan.
La expansión sojera, que a su paso no trepida en talar montes autóctonos ni en desplazar a la última frontera a economías regionales asentadas en una producción diversificada, tampoco ha dudado en emplear la violencia. Ya son muchos los casos en los que comunidades de pueblos originarios acaban en la mira de esta saña voraz y ahora, con el caso del campesino Cristian Ferreyra, suma otra víctima fatal. El juez penal Alejandro Fringes Sarria de Monte Quemado, no obstante la cantidad de denuncias formuladas por los campesinos en orden a la sucesión de atropellos que vienen padeciendo, no ha tomado ninguna medida precautoria para impedir que se consumara este asesinato. Es más, el MOCASE – Vía Campesina compromete a la Dirección de Bosques de la provincia toda vez que ha sido la autoridad que permitió el desmonte en las tierras de la Comunidad San Antonio, allanando de este modo el camino para la ejecución de la escalada intimidatoria.
Está claro que hay una cadena de omisiones y complicidades manifiestas que, de modo urgente, debe ser rota. Pero, más allá de esta invocación, la profundización del proyecto iniciado en 2003 –que la enorme mayoría de los ciudadanos ha ratificado como mandato para el próximo período presidencial- vuelve a ser cuestionada y este hecho no puede pasar desapercibido. El asesinato de Cristian, como el de Mariano Ferreyra hace ya más de un año, viene a sumarse a la acción desplegada por estos días para intentar demostrar que la estatización de Aerolíneas Argentinas ha sido un error del gobierno nacional e, incluso, se agrega a la ola de rumores y noticias catastrofistas que procuraron –sin éxito- deslegitimar las políticas oficiales en materia de control del mercado de divisas y de fuga de capitales. Ya la semana pasada, en esta misma columna, se advertía respecto de la sorprendente reaparición de personajes como Alfredo De Angeli en consonancia con la decidida intervención gubernamental para impedir el terrorismo del dólar. Pero la muerte de Cristian Ferreyra es una advertencia de otro tenor: es la prepotencia brutal de quienes no están dispuestos a aceptar que la disputa por el excedente y, en consecuencia, los avances en materia de ensanchamiento de la democracia real que de dicha disputa se derivan, comprometa sus intereses.
Sería un gravísimo error confundir la advertencia criminal con un tema exclusivamente vinculado a un tema policial. Esa advertencia proviene de la razón última de quienes, de un modo u otro, se sienten o se saben partícipes de un poder que está más allá de la voluntad popular. Podrá ese poder mostrarse edulcolorado, en más o en menos, en los artículos editoriales de los grandes medios; podrá, incluso, hacer de cuenta que el gobierno de los banqueros griegos es una realidad que no les compete aunque la envidien como horizonte posible; pero lo que ese poder no puede es impedir que su accionar criminal sea condenado como se merece.
La condena, es preciso decirlo cuantas veces sea necesario, no es patrimonio exclusivo de sus víctimas directas; hoy es una responsabilidad de todo aquel que sepa que el proyecto de país que fue recientemente plebiscitado en las urnas no debe quedar únicamente al cuidado del gobierno nacional. Para cuidarlo y hacerlo avanzar es imprescindible que la voluntad mayoritaria adquiera la envergadura de un bloque popular activo. Aquí comienza a plantearse, en términos históricos concretos, la posibilidad de crear una nueva relación entre los legítimos representantes y los representados. Esta relación, que también en términos históricos entrara en crisis hace una década, hoy tiene la oportunidad de ser recreada, pero no ya en beneficio de los poderosos de siempre sino de quienes fueron sometidos por éstos a lo largo de todo la historia.
El asesinato de Cristian Ferreyra, por ende, es un crimen contra la posibilidad histórica de convertir a la democracia en una relación de poder antitética a la de quienes usufructuaron para sí los principios de la igualdad, la equidad y la soberanía. Debe haber juicio y castigo para los criminales, pero este clamor, aun cuando se consume, no puede quedarse en el umbral de la prisión de los asesinos. Si llegara sólo hasta allí; si se detuviera en la frontera de lo penal, la próxima víctima podrá tener el nombre de democracia. Es verdad que no hay recetas ni manuales para impedir eso, pero este pueblo ya es poseedor de una larga memoria y, como mínimo, es hora de apelar a ella.-

(*) Sociólogo, integrante de Carta Abierta, dirigente de la CTA. 17 de noviembre de 2011. ARTÍCULO PARA DIARIO BAE

9.11.11

La crítica y los nuevos caminos


Eduardo Jozami *
Nicolás Casullo llega a París a los 23 años, en abril de 1968. Su diario de viaje -temprano anuncio de su vocación literaria- no ofrece indicios del próximo estallido. En un registro impresionista se suceden referencias al Barrio Latino con sus drugstore abarrotados de turistas(y como una gran ciudad es aquella que permite a cada uno encontrar lo que busca), en el París de Casullo predominan íconos del Che Guevara y retratos de Ho Chi Min.
El movimiento de Mayo dejará en Nicolás una marca perdurable. Los temas del 68 estarán presentes en todos sus escritos y, una y otra vez, intentará una rendición de cuentas. En 1978, exiliado en México, en un artículo  de El Universal analiza el episodio francés en discusión con Althusser y los primeros ecos de la crisis del marxismo. Diez años después, en Buenos Aires –cuando ya había terminado  la primavera de Alfonsín y resultaba  difícil entusiasmarse con la renovación peronista- en un texto de Babel  encuentra poco de perdurable en el Mayo francés: un hecho inerte frente al que sólo queda la conmemoración. En 1998, en Nueva York –quizás el lugar más adecuado para pensar en Marcuse- Casullo escribirá sobre la influencia que logró en las jornadas parisinas el autor de El hombre unidimensional.
En ese mismo año, treinta aniversario de los sucesos de París, Nicolás historia este recorrido personal respecto del ’68 y avanza más en el análisis. El libro de Casullo reproduce la tensión que existió en el  mismo movimiento de Mayo: revuelta cultural y expresión de nuevos  modosparticipativos y contestatarios de la política que, sin embargo, quiso vestirse con los ropajes de la tradición de izquierda en su versión más radical. Seducido por un texto de RolandBarthes que ve la lucha en las calles de París como el nacimiento de una nueva escritura, Casullo ratifica que Mayo del 68 fue un hecho  básicamente cultural. Esa escritura destituyente –la palabra, cara a muchos oídos que me están escuchando, es de Barthes- ,  ese nuevo discurso que supera todos los límites del texto de la izquierda, irrumpe con violencia liberadora en un mundo de lenguajes mediático-publicitarios que se habían adueñado de la palabra quitándole sentido.
Pero Mayo del 68 quiso ser también una revolución política, heredera de 1789, del 30, del 48, de la Comuna, de las barricadas en las calles de París. En un mundo que en esos días celebraba las derrotas imperialistas en Vietnam y las protestas de los negros y los universitarios norteamericanos, cuando la muerte de Guevara no desalentaba las convocatorias a una lucha latinoamericana, la rebelión política francesa podía leerse también como otra señal anunciadora. Poco tardó en disiparse la idea de que Mayo inauguraba un nuevo ciclo de la izquierda europea, pero el mensaje del ‘68, un discurso antiautoritario que podía leerse en clave insurreccional, impulsó debates y fervores en la Argentina de la dictadura militar.
Las dos lecturas de Mayo estarán presentes en toda la obra de Casullo. Si en sus textos irá otorgando cada vez más espacio a las reflexiones que –como las de Barthes, Foucault o Derrida-  abrían un nuevo campo en un mundo intelectual donde el marxismo iba perdiendo hegemonía, Nicolás no dejará nunca de reflexionar sobre la herencia de las revoluciones ni será ajeno a las vicisitudes del pensamiento emancipador. El título de un capítulo de Las Cuestiones, su última obra de envergadura, no debe llamar a confusión. Si Casullo habla de la revolución como pasado no es para proclamar una nueva era de pacíficos consensos, un mundo sin conflictos. Nicolás cree necesario afirmar que la revolución fue derrotada porque es urgente hacer su crítica y pensar nuevos caminos de liberación.
El ‘68 dejó también sus marcas en el estilo de Casullo. Algunos quizás hayamos tenido que superar con esfuerzo cierto empaque formal, la rigidez que se imponía al discurso militante. Nicolás que nació a la política en ese universo transgresor que rechazaba las prohibiciones y obligaba al vuelo de la imaginación, heredó en buena medida del ’68 su discurso irreverente. A propósito de Perón, escribe en 1974: “nunca pensé pelotudamente que fuera el inmaculado e infalible conductor. Moisés II° en el desierto nativo”. Pero esa libertad para hablar del líder peronista, no se apoya en la crítica durísima que a su conducción ya está haciendo Montoneros, porque a continuación Casullo aclara que tampoco considera a Perón la cabeza de la hidra. En este texto, nunca enviado al responsable de su ámbito, Nicolás habla con la desesperación de quien advierte que se aleja la posibilidad del triunfo. No se alegra de quedar a mitad de camino entre los Montoneros oficiales y los que habrán de llamarse leales a Perón. ¿Cómo ufanarse de esa independencia solitaria cuando sabe que sólo pueden vivirse como una experiencia colectiva el peronismo y la revolución?
Desde entonces, a lo largo de un cuarto de siglo, Nicolás seguirá discutiendo con el peronismo. Los lineamientos generales serán siempre los de aquel texto del ’74. Buen lector de Cooke, muy citado en sus escritos del exilio mexicano, sabe que no se trata de instalar una teodicea peronista sino de reconocer el carácter fundante de la experiencia política de las masas.  En los artículos sobre el sindicalismo que publica en la revista Controversia, en los que dedica al tema de la democracia, en la discusión con quienes desde la misma revista intentan recuperar la tradición de izquierda sin, a su juicio, hacer un examen crítico, Nicolás sostiene la necesidad de partir del peronismo. Pero su actitud no es para nada complaciente con el movimiento que no pudo mantener la apuesta del ’73. En vísperas de la restauración constitucional en la Argentina,  Casullo sabe que el  peronismo está doblemente en deuda con la democracia, porque no ha construido las formas que garanticen la convivencia interna ni tampoco la propuesta que conduzca a una democracia plena para la sociedad.
La frustración de esas expectativas lo conducirá, junto con otros compañeros, a renunciar al Partido Justicialista en 1986.Pero no pudo, ni se lo propuso, olvidarse del peronismo. Como también nos pasó a quienes, en repudio del indulto menemista, dejamos el PJ cuatro años después. Cuando se ha aprendido que la verdadera política empieza allí donde están los millones de personas – hay que señalar que la consigna es de Lenin- es imposible desentenderse de los avatares del movimiento popular mayoritario. De todos modos, unos y otros –los renunciantes del 86 y los del 90- vivimos mucho más cómodos afuera que adentro de la fuerza política que se había transformado en heraldo del pensamiento neoliberal. Hasta que llegó Néstor Kirchner y entonces el peronismo recuperó esa dimensión transformadora que Casullo imaginara en sus escritos mexicanos. El fue de los primeros en advertir, un año antes de que iniciara su gobierno, que Kirchner representaba la nueva versión de la izquierda peronista.
El 45 y el 73 parecían compendiados en un discurso que recogía mucho de la visión de la economía y la sociedad del primer Perón y se identificaba con la generación que llevó a Cámpora al gobierno. Casullo que advertía sobre los riesgos que para el pensamiento popular suponía el olvido, la negación, de la experiencia frustrada del ´73 señaló desde un principio la importancia de esa dimensión simbólica. Después, acompañó la experiencia kichnerista, sin renunciar nunca a su conciencia crítica. “Intelectual -decía Sartre y a Casullo le gustaba citarlo- es alguien  fiel a un conjunto político y social pero que no cesa de discutirlo”. Así fue siempre Nicolás Casullo -y con ese espíritu se gestó Carta Abierta- lo que no le impidió actuar como un militante cada vez que fue necesario, como ocurriera tantas veces en el conflicto con las patronales del campo.
Demasiadas facetas del pensamiento de Casullo quedarán necesariamente en el tintero, pero quisiera recordar uno de sus últimos escritos en que aborda la cuestión de la religión y hace referencia a la polémica del futuro Papa, Joseph Ratzinger, con el filósofo alemán JürgenHabermas. Incluso quien esté acostumbrado a las audacias del pensamiento de Nicolás se sorprenderá cuando advierta que éste encuentra dignas de ser tenidas en cuenta las observaciones de Ratzinger sobre “la falta de certezas morales, sobre responsabilidades políticas fallidas, sobre la necesidad de una verdad de la existencia mucho más amplia que la que otorga el mundo republicano secularizado” –estoy citando textualmente- antes que las opiniones de Habermas.
¿Casullo toma partido por el obispo que poco después profundizará desde el Vaticano el giro conservador de la Iglesia antes que por el filósofo de la democracia comunicativa? ¿Cómo explicar este sesgo desconcertante? No, seguramente, porque se acepten las propuestas de Ratzinger cuyo carácter reaccionario él mismo Nicolás señala, sino porque el obispo reaccionario nombra los problemas que el filósofo ignora. En el texto de Habermas, que  manifiesta un republicanismo de raíz kantiana que rechaza toda fundamentación sustantiva de la democracia,  expresión de la razón satisfecha de las prósperas y liberales sociedades europeas, será vano buscar cualquier escritura desgarrada que se interrogue sobre la actual tragedia de la humanidad. La provocación de Casullo nos recuerda la afirmación del filósofo marxista Ernst Bloch, en los comienzos del período nazi, cuando lamentaba que Hitler llegara a las masas con sus discursos incendiarios que hablaban a los sentimientos, lo que no ocurría con los oradores socialdemócratas, supuestos portadores de la razón. Hoy cuando la crisis mundial pone otra vez en cuestión todas las formas del discurso hegemónico, seguramente no se encontrarán respuestas salvadoras en el pensamiento de la vieja Iglesia que tantas veces pudo servir para justificar el exterminio, pero quienes sean incapaces de expresar plenamente la tragedia que se vive, los que elijan seguir hablando para la pequeña fracción de la humanidad satisfecha, poco podrán aportar a la discusión.
Más allá o más acá de la religiones, esa búsqueda trascendente de Casullo que recuerda a la de Walter Benjamin, resuena con fuerza particular en este recinto donde funcionó la ESMA. Porque la memoria que Nicolás convocaba en sus escritos, la de las luchas populares, sus éxitos y fracasos, la de nuestros compañeros queridos, ese recuerdo necesario de militancias políticas, compromisos sociales y fervores ideológicos, es por sobre todas las cosas un reclamo por la dignidad del ser humano. A esto rendimos aquí un culto cotidiano y en esa tarea habrá de acompañarnos siempre Nicolás Casullo. 

* Texto leído por Eduardo Jozami, el 5/11/11, en el acto en que se impuso el nombre de Nicolás Casullo a una sala del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti

17.9.11

Estatura moral del ejemplo


Por Carlos Girotti (*)
Ayer, en la sede parisina de la Unesco, la decidida iniciativa de Daniel Filmus, respaldada por la labor de Miguel Ángel Estrella, embajador argentino ante dicho organismo, se vio coronada con la entrega del galardón a Estela Carlotto y sus compañeras. Pero la significación de ese premio estuvo realzada por dos presencias que, a su turno, simbolizan el reconocimiento de la gran mayoría de la sociedad argentina a las Abuelas: Cristina Fernández de Kirchner, en su “doble condición –dijo- de Presidenta y ciudadana argentina”, y una delegación de los nietos recuperados.
La historia argentina y suramericana es pródiga en materia de revanchas. No es del caso citarlas aquí porque a nadie se le escapa la dimensión luctuosa que casi todas ellas tienen. Pero hay revanchas y hay revanchas. La dictadura de Anastasio Somoza ya había caído cuando Tomás Borge, uno de los comandantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, se enfrentó con uno de los esbirros detenidos por los vencedores. Era el tipo que a él lo había torturado hasta lo indecible. El sandinista, para sorpresa y perplejidad de  quienes asistieron a ese encuentro, le dijo: “Tu peor castigo consistirá en que la revolución alfabetizará a tu hijo”. Borge, un hombre de talla mediana para baja, alcanzó en ese instante la estatura moral de los ejemplos. Con las Abuelas de Plaza de Mayo acaba de ocurrir lo mismo, pero a escala mundial.
La distinción a las Abuelas ocurre en momentos en que el horror se multiplica en Libia y la reposición de las imágenes de aquel 11 de septiembre de 2001 en New York oculta deliberadamente esas otras imágenes negadas al público en Irak o Afganistán. ¿Cuánto de la venganza sangrienta no ha sido inoculado por quienes, desde el poder, jamás han dejado de pensar en la sangre como única vía para perpetuar su dominio? No fue así con las Abuelas, ni con las Madres, como bien lo recordara Cristina ayer, justo el mismo día en que el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata iniciaba su segunda jornada en el juicio por la megacausa conocida como Circuito Camps.
Las madres que perdieron a sus hijos e, incluso, hasta aquellas que, para colmo, les negaron a sus nietos, podían haber sucumbido al destino atroz de la venganza y, sin embargo, un imperativo moral  -inimaginable en las sombras de la desesperación- se interpuso entre ellas y los genocidas. Su doloroso reclamo de memoria, verdad y justicia, fundado en el amor inmenso de su búsqueda, pudo más que todos los crímenes perpetrados por la dictadura. Y si no desmayaron, si en todo momento lograron con su prédica incesante vencer el estigma de la locura que los asesinos quisieron adosarles para desprestigiarlas, fue porque sus propias existencias indómitas renacían con la persistencia de ese reclamo y aquella búsqueda. Pero no sólo eso, que ya hubiera sido suficiente para reconocerles todo lo que se merecen; también lograron otra victoria. Fueron ellas las que sentaron el precedente imperecedero de impedir que los genocidas se justificaran por siempre al no escoger, ellas como víctimas directas, la represalia sangrienta para vengar a sus seres queridos.
Convertidas en un ejemplo mundial por la distinción que acaban de recibir, las Abuelas ya eran, desde 2003 en adelante, uno de los pilares sobre los que asienta en Argentina la política de Estado en  materia de reparación, verdad y justicia. El hecho de que la Presidenta asistiera a la ceremonia en la Unesco subraya, por si alguna quedara, que la emulación de ese ejemplo es también –y sobre todo- un patrimonio cultural y ético de la mayoría de los argentinos.
 Claro que sin contar a quienes instigaron, legitimaron y usufructuaron las consecuencias terribles del genocidio (que jamás le reconocerán nada al gobierno nacional), quedan todavía los que prefieren mirar hacia otro lado. Es una suerte de oposición carroñera, una oposición-carancho que, en lugar de admitir que esa política de Estado es parte indisoluble del consenso popular acrisolado hoy en la figura presidencial, le dan crédito a un miserable que atacará a las Madres y lo convocan al Parlamento, buscando así minar la credibilidad de quien volverá ser la Presidenta de todos los argentinos.
Es la venganza pero por otros carriles; no tiene el costo de la sangre pero en su recuerdo mórbido está cebada porque ese miserable –y quienes se aprovechan de su abyección- buscan aniquilar en un único gesto lo que de inmaterial y perdurable han legado esas mujeres, las Abuelas, las Madres, la Presidenta.  Ese legado es, como queda dicho, un hito moral, es la razón ética imperturbable frente al acoso brutal y la desmesura de todos aquellos que, en nombre del poder y de su conservación a ultranza, se arrogan la propiedad de la vida y de la muerte de los demás.
Cuando este diario ya esté en circulación, se cumplirán cinco años del secuestro y desaparición de Jorge Julio López, testigo de cargo en el juicio contra el genocida Etchocolatz. Frente a semejante aviso y revancha sangrienta de los criminales y de sus cómplices, la serena conducta de las mujeres distinguidas por la Unesco se agiganta en la misma medida que lo hace la época histórica que los argentinos aquilatan para sí con el nombre del futuro. Es el parto de una era distinta que, sin dudas, también nace por la ética fecunda de esos renovados antros maternos que las grandes mayorías de este país reconocen con amor y orgullo.-
(*) Sociólogo, Conicet. 14 de septiembre de 2011. ARTÍCULO PARA BAE

13.9.11

Una nueva fase


Por Carlos Girotti (*)

En breve se cumplirá una década del levantamiento popular que, en diciembre de 2001, echara al gobierno de Fernando De la Rúa. Se trata de un período histórico signado por dos rasgos cruciales: la apertura de una crisis de hegemonía –expresada como crisis de la representación política- y la no constitución de una fuerza social orgánica en condiciones de superar la mera resistencia al neoliberalismo y pasar a la ofensiva. Estos dos rasgos han marcado los últimos diez años. Sin embargo, todo lo ocurrido desde 2001 y, en particular, los contundentes resultados de las elecciones primarias del pasado 14 de agosto y los que le darán un triunfo inapelable a Cristina Fernández de Kirchner el próximo 23 de octubre, indican que nos encaminamos a una nueva situación política.
Las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 le pusieron fin a la larga hegemonía neoliberal. Todo el andamiaje de la representación política, fundado en el sistema de partidos que emergió tras la dictadura cívica y militar y que acompañó la restauración democrática, prolongó  y consolidó durante un cuarto de siglo las formas de la dominación que habían sido impuestas al compás del genocidio. Ese andamiaje posibilitó que el Estado dictatorial, surgido en 1976, fuera reconstruyéndose a sí mismo como expresión del nuevo bloque de poder que, a sangre y fuego, había derrotado a la configuración de alianzas sociales fundadas en los orígenes del peronismo. Así, el Estado de la restauración democrática continuó siendo el producto de la condensación de la correlación de fuerzas impuesta a toda la sociedad por la nueva composición de la clase dominante. La coerción brutal de los años de plomo le había cedido paso a las formas democráticas del consenso pero, en este pasaje, la “comunidad de negocios” emergente de la dictadura había logrado legitimar su condición hegemónica. El menemismo fue la expresión más cabal de ello una vez que la transición democrática, encarnada en las tibias e impotentes reformas alfonsinistas, abriera camino a la subordinación imperial, la extranjerización de la economía, la concentración de la riqueza, el desmantelamiento completo del antiguo modelo industrial y la larga cadena de inequidades sociales que todo ello aparejó como consecuencia directa. El espejismo de la convertibilidad hizo que vastos sectores sociales acataran pasivamente este despliegue neoliberal funcionando, en la práctica, como una suerte de “clase de apoyo”, pero también hubo una resistencia creciente que, a partir de la Marcha Federal del 6 de julio de 1994, desembocaría en un crédito de confianza a la candidatura de De la Rúa como respuesta a los dos gobiernos menemistas. Como ya sabemos, ese crédito fue rápidamente dilapidado y la reacción popular ganó las calles en aquel levantamiento sofocado en sangre tras la declaración del estado de sitio.
Sin embargo, la insubordinación popular careció de una dirección orgánica. Los liderazgos legitimados durante el período de resistencia carecieron –por acción u omisión- de la firmeza necesaria para convertir a las jornadas de diciembre en la partida de nacimiento de un bloque popular alternativo a la crisis estructural que se había desatado. Sin conducción ni programa, librada a su sola espontaneidad y a sus evidentes contradicciones internas, la irrupción popular de 2001 sólo pudo avanzar a tientas hasta que se topó frente al abismo abierto con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en junio de 2002. Ese aviso terrible, tramado y ejecutado con precisión en el interinato de Eduardo Duhalde –cuando éste ya había dispuesto la pesificación asimétrica y el fabuloso traspaso de recursos al gran capital- fue la señal de detención que permitió que la convocatoria a elecciones presidenciales actuara conjuntamente como válvula de descompresión.
Pero entre la bronca popular en las calles y la institucionalidad democrática había un páramo. Nada había podido florecer allí que no fuese un descreimiento absoluto en el valor de la política como instrumento de los cambios. El clamor para que “se vayan todos” hablaba del repudio a los representantes, pero nada decía acerca de una nueva matriz de la representación, ni mucho menos acerca de la profundización de la democracia y un nuevo tipo de Estado, con lo que la política también debía ir a la cloaca de la Historia. En esas condiciones surge el ignoto Néstor Kirchner quien, tras la huida de Menem ante la segunda vuelta electoral, arriba al gobierno notoriamente fragilizado por la obtención de sólo el 22% de los votos en la primera y única ronda de comicios.
Quizás, para despejar cualquier duda y evitar equívocos, sería conveniente pormenorizar aquí todos y cada uno de los logros gubernamentales que el santacruceño  alcanzó desde que pronunciara su histórico discurso del 25 de mayo de 2003. Hasta resultaría un verdadero homenaje hacerlo,  de ese modo y ahora,  casi en las vísperas de cumplirse el primer aniversario de su muerte.  Pero Néstor Kirchner se reencontrará con la memoria y la valoración de todo el pueblo cuando, el próximo 27 de octubre, renovadas multitudes vuelvan a ganar las calles y las plazas para exteriorizar su reconocimiento a quien, con tozudez y osadía, supo inaugurar una época histórica que hoy se encamina a definir su horizonte característico. Bastará entonces decir aquí que el kirchnerismo –considerado ya como un fenómeno político, económico, social y cultural-  es exactamente eso: el advenimiento de una época distinta que, a caballo de un proceso continuado de reformas, se concibe a sí misma como la búsqueda de una respuesta autónoma a la impronta dejada por la hegemonía neoliberal. No fue de otro modo que Cristina fundó el inicio de su actual mandato y debió medir la firmeza de esos fundamentos en la dura prueba destituyente que le impuso, a poco de andar, la nueva derecha convertida en restauración conservadora cuando intentó aplicar la Resolución 125 en 2008.
El kirchnerismo, entonces, como motor de una época signada por esa búsqueda autónoma que, al cabo, es su razón de ser. Porque una época – lo hemos dicho recientemente en otro artículo- “es, antes que nada, todo aquello que ha dejado atrás y también es todo aquello que la define hacia el futuro como búsqueda de éste en tanto que realización de sí misma. Pero también el advenimiento de una época es la disputa que la hizo posible y aquella otra que la consolidará como una marca indeleble en la historia social y cultural de las naciones y los pueblos”.  Lo que ha quedado atrás es el acatamiento pasivo, la subordinación (consensuada o a palos) a un modelo de dominación que hizo añicos a las distintas alianzas populares en Suramérica hasta el ingreso de este siglo y que ahora insiste en perdurar en medio de la crisis desatada por él mismo en las economías centrales. Es una paradoja que el neoliberalismo –que se autobautizó en los países del Norte imperial como el fin de la Historia- encuentre un rotundo mentís en este castigado continente del Sur y allí, en su Norte natal, fagocite al tipo de sociedad que lo prohijó como tabla de todas las medidas de lo humano. Aquí en Argentina y en los demás países de la región, la Historia sigue a contrapelo del neoliberalismo y de su fracaso y, lo que es más, sigue con otros protagonistas que comienzan a pugnar por esa “marca indeleble”.
Y este es el otro punto. Las reformas que –no sin disputa con el viejo orden neoliberal- introdujeron Néstor y Cristina Kirchner, posibilitaron que, de conjunto, todas ellas abonaran el camino para el logro más resonante de la última década: la restitución a la sociedad de la confianza en la política. Esa confianza, que había sido incinerada en las fogatas de 2001, en los caceroleos, en el trasegar de los pequeños ahorristas para escapar de los corralitos y los corralones, que había sido asesinada en el Puente Pueyrredón y bastardeada más tarde con la huida de Menem ante su ineluctable derrota en la segunda vuelta electoral, esa confianza, decimos, volvió para quedarse. Hubo señales de ese retorno mucho antes del 14 de agosto pasado. Fue en los festejos multitudinarios del Bicentenario, en el Luna Park repleto de jóvenes, en el pueblo que dolido y firme despidió los restos de Néstor y en ese mismo acto proclamó a Cristina como su candidata natural para las presidenciales venideras, en los dos millones y medio de asistentes a Tecnópolis (verdadera contracara de Expoagro y la Feria en la Rural). Ahora, con esa confianza restituida, una nueva fase de esta época se inicia.
Digámoslo así:  hasta aquí el conjunto de reformas se llevó a cabo sin que una fuerza social orgánica existiese, esto es, sin que una alianza práctica de intereses entre actores sociales afines fuera, a un mismo tiempo, origen consciente y reaseguro de los cambios.  Había que pasar “del infierno al purgatorio” solía decir Kirchner.  Esa imagen bíblica ilustraba la enorme dificultad de acometer ese tránsito sin que un sujeto social concreto asumiera como propio el desafío porque ningún sujeto se reconocía a sí mismo que no fuera en la desconfianza visceral hacia la política. Ese pasaje no podía ser de abajo hacia arriba por lo ya dicho al inicio y Kirchner lo comprendió mejor que nadie. Ahora, en cambio, el proceso de reformas operado desde las iniciativas gubernamentales (un “arriba” que fue ganando credibilidad) ha gestado un “abajo” distinto. Es la conciencia expresada en la consigna “Nunca Menos”, ratificada en el aluvión de votos del 14 de agosto y, con toda seguridad, ampliada el próximo 23 de octubre. Es el comienzo de otra clase de búsqueda, esta vez desde la subjetividad, de aquello que aquí hemos llamado la marca indeleble. O, para decirlo con las palabras de Álvaro García Linera, el Vicepresidente boliviano: un “horizonte de época”, ese trazo característico e inalienable de un período histórico que hace que las contradicciones y antagonismos sociales, así como su resolución, se den en el marco de una nueva hegemonía política, económica, social, cultural y, notablemente, moral.
Pero no hay hegemonía en la sociedad sin un sujeto de clase que la encarne y la multiplique en las relaciones sociales que de dicha hegemonía se derivan. La hegemonía no es una ordenanza, así como la correlación de fuerzas entre los intereses en pugna dentro de la sociedad no se mide en tal o cual aspecto sino en la totalidad social. De hecho, y a pesar de la dramática evidencia de que el capitalismo ha puesto a la Humanidad al borde de un precipicio insondable, recién se comienza a andar la senda del post neoliberalismo sin que pueda avizorarse una tendencia firme hacia el post capitalismo. Es señal de que la subjetividad cuenta y mucho. Pero es que de eso se trata, de que en Argentina, así como en Suramérica, se han creado las condiciones para una nueva subjetividad y toda subjetividad implica disputa.
La renovada confianza en la política, en su valor como instrumento de los cambios, hará que, de ahora en más, diversos sectores sociales intervengan en la agenda estatal. Algunos lo harán desde perspectivas inmediatas o reivindicaciones acuciantes, corriendo muchas veces el riesgo de sucumbir en el afán corporativo, mientras que otros, en idénticas condiciones de urgencia, intervendrán con la mirada puesta en el interés público. Tampoco faltarán los que, acostumbrados al usufructo del viejo poder, quieran hacer prevalecer su mezquindad por sobre el bien común. Como fuere, el país se apresta para ingresar a una nueva fase de esta época, precisamente aquella que le dará a ésta su impronta definitiva.
En términos históricos, quedan abiertas las puertas para la constitución del bloque popular sin el cual es impensable la posibilidad de profundizar los logros obtenidos hasta aquí. Su constitución, claro, depende de múltiples aspectos que razones de espacio impiden abordar en este artículo. Sin embargo, no podemos dejar de señalar el papel de los trabajadores organizados y los modos que escojan en lo sucesivo para encontrar puntos cruciales de unidad en la acción que les permitan actuar de conjunto aun cuando partan de esquemas organizativos distintos. Otro tanto les cabe a los agrupamientos territoriales, compelidos a moverse con estrategias de sobrevivencia y hoy llamados a hacer del territorio un enclave de nueva ciudadanía y formas plurales de democracia asamblearia y participativa. A los jóvenes, que en todos los órdenes de la vida social han irrumpido haciéndose cargo de su protagonismo político; a los movimientos de mujeres, que en brevísimo tiempo histórico han logrado conquistas impensables décadas atrás y que se aprestan para mayores conquistas; a los intelectuales, que como nunca antes vienen sosteniendo una contracultura imbricada en el avance popular; a los empresarios de la ciudad y del campo, que desplazados por el bloque de poder neoliberal han comprendido cabalmente que su suerte está atada al mejoramiento de la calidad de vida de millones y millones de trabajadores.
Un bloque popular, en definitiva, que tome bajo su responsabilidad la decisión autónoma de hacer avanzar este proceso histórico y que le dé a la época actual aquello que todavía sigue en disputa: su curso definitorio.-

                               (*) Dirigente de la CTA de los Trabajadores. Integrante de Carta Abierta. 
8 de septiembre de 2011. Artículo para la Revista 2016.

19.8.11

Hacia una redefinición del horizonte de época


Por Carlos Girotti (*)
Puesto a escribir, a este columnista lo primero que se le ocurre es una advertencia para el lector: gurúes electorales, hacedores de imágenes, diseñadores de cotillón, escribas del poder real, nostálgicos de las viejas buenas épocas y, en general, perplejos y refunfuñantes, favor abstenerse. Dicho esto, cabe entonces la pregunta: ¿cómo es posible ganar las primeras elecciones primarias de la historia argentina, con más del 50% de los votos y con un récord de asistencia del electorado, sin necesidad de campaña?
Ha sido mérito de la tenacidad científica de Álvaro García Linera, el Vicepresidente boliviano, incorporar el concepto de horizonte de época a la teoría política de la transición del modelo neoliberal de dominación hacia el de su superación antagónica. El concepto sugiere lo que la propia noción de horizonte convierte en desafío perenne: es, al mismo tiempo, un punto de llegada y un punto de partida. Claro, una época es, antes que nada, todo aquello que ha dejado atrás y también es todo aquello que la define hacia el futuro como búsqueda de éste en tanto que realización de sí misma. Pero también el advenimiento de una época es la disputa que la hizo posible y aquella otra que la consolidará como una marca indeleble en la historia social y cultural de las naciones y los pueblos. En el caso boliviano, dice García Linera, no es que los logros obtenidos “implican que las tensiones, las diferencias internas, las contradicciones y las luchas hayan desaparecido, pero todas ellas se dan en el marco de representaciones, horizontes y expectativas creadas por ese trípode societal: Estado plurinacional, régimen autonómico e industrialización de los recursos naturales en el contexto de una economía plural. Este trípode es un horizonte de época y es en su interior que ahora emergen las luchas, las diferencias, las tensiones y las contradicciones.”
En Argentina no ha ocurrido lo que se verifica en Bolivia, pero algo está pasando desde que en 2003 asumiera Néstor Kirchner la presidencia de la Nación. Algo del orden de lo ignoto viene aconteciendo en este país para que, de repente y contrariando todos los pronósticos –propios y ajenos- las elecciones primarias del pasado domingo adoptaran la forma de una movilización masiva de la ciudadanía. Es verdad que hubo señales previas: las movilizaciones por los festejos del Bicentenario, por las exequias de Kirchner y, más recientemente, por saber de qué se trataba Tecnópolis (dos millones de asistentes registrados). Quizás porque estas señales no conectaban directamente con la definición de un camino a seguir, hasta pudieron ser interpretadas como expresiones de un humor social indescifrable, tal y como lo hicieran oportunamente las crónicas y editoriales de los grandes medios. En cambio, lo de las primarias del 14 de agosto fue otra cosa. Casi el 80% del padrón se hizo presente en las urnas y poco más de la mitad de los votos fue para Cristina. Un acto y una voluntad electoral que, sin necesidad de usar las categorías de análisis de García Linera, tradujeron con masividad aquella consigna del “Nunca Menos”. Por eso no hubo campaña oficial: porque no hacía falta.
De aquí en más costará muchísimo esfuerzo negar que la contundente intervención directa de la ciudadanía está mucho más vinculada a la percepción social de que los cambios operados ya son patrimonio del bien común, que al supuesto uso perverso que la Presidenta habría hecho de su dolor y su viudez. Octubre puede deparar más sorpresas. Hay una conciencia ciudadana, enraizada en ese límite que establece nunca menos que esto, que lo alcanzado hasta aquí, que todavía admite una cuota mayor de asistencia a los comicios presidenciales y, por supuesto, de convalidación de Cristina para acometer su segundo mandato. Pero, como la misma Presidenta lo ha advertido, no sería prudente deslizarse hacia el triunfalismo.
Ganar en octubre, incluso por un ancho margen, genera las condiciones políticas para la constitución de un verdadero bloque popular con poder para librar la disputa en el nuevo escenario. Porque disputar habrá que disputar. Cada medida, cada nuevo avance del interés público por sobre la mezquindad corporativa del interés privado o sectorial, significará una disputa. De hecho, en los últimos ocho años ha sido así, pero ahora la novedad, el desafío que impone el aluvión de votos, es el de convertir el voto ciudadano en una fuerza actuante, desplegada en toda la sociedad, resignificando en cada acontecimiento las nociones mismas de ciudadanía y democracia.
El ya largo recorrido que va desde aquel sublevado diciembre de 2001 hasta la factibilidad inminente de un tercer gobierno kirchnerista, obliga a pensar en cuál es el horizonte de época de los argentinos. Las reformas que marcaron el curso de esta década –justipreciadas por el voto masivo- reclaman a su vez de una multiplicación de los mecanismos democráticos de intervención ciudadana, como así también del concurso activo y protagónico de los diversos sectores sociales interesados en profundizar este proceso de cambios. La amalgama de ambos componentes, indispensable para las definiciones futuras, sólo puede ser concebible como la emergencia de ese bloque popular capaz de liderar, en términos económicos, políticos y culturales, a la sociedad en su conjunto.
En octubre, entonces, se estará dando un nuevo paso hacia la definición del horizonte de época porque si el “Nunca Menos” es fundamental para pensarlo, el “Siempre Más” es imprescindible para concretarlo.-

* Sociólogo, integrante de Carta Abierta